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Los dos vivían en la misma habitación, pero de un modo completamente platónico. En la mano de ella, advirtió él, no había alianza, ni ningún tipo de joya. Tampoco llevaba nada en las muñecas.
—A él no le gusta estar solo —le dijo—. Se debate con su obra.
Se refería a una novela. Aún faltaba mucho para que la concluyera, pero las partes escritas eran extraordinarias. En Roma le habían publicado un fragmento.
—Se titula El Goetheanum —le dijo—. ¿Sabes lo que es eso?
Intentó recordar aquella extraña palabra, pero ya se disolvía en su mente. Las luces del interior de la casa habían empezado a iluminarse bajo la noche azulada.
—Es la gran obra de su vida.
El hotel del que hablaba ella era pequeño, con habitaciones pequeñas y letras amarillas cruzando la fachada. Había muchos edificios así. Desde el lado oscuro de la catedral se podía ver en medio de estos edificios, algo más abajo y hacia el río. Y también a través de los escaparates de las tiendas de anticuarios y los callejones.
Dos días después volvió a verla a lo lejos. Era inconfundible. Se movía con una gracia indiferente, como una bailarina cuya carrera ha terminado. La gente no le hacía ningún caso.
—Ah, sí. ¿Qué tal? —le saludó.
Su tono era distraído. Estaba convencido de que ella no le había reconocido, y no supo muy bien qué decir.
—He pensando en algunas de las cosas que me dijiste... —empezó él.
Ella se había detenido mientras la gente la empujaba al pasar, los brazos llenos de paquetes. La calle se hallaba en plena actividad. Ella no había entendido quién era él, de eso estaba seguro. Había salido a hacer unos sencillos recados, los de una pareja remota y santa.
—Perdona —dijo ella—, la verdad es que no caigo.
—Nos conocimos en casa de Sarren — explicó él. —Sí, ya sé.
Siguió un silencio. Él quería decirle algo sencillo, pero ella se lo impedía.
‘La destrucción del Goetheanum’.
Fragmento de ‘Anochecer (Dusk and other histories)’ (1988).