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Ha llegado el verano. Mucha gente lo celebra con la algarabía de la inconsciencia. Con él también ha venido esa bofetada insoportable de sofocante calentamiento, de bochorno en forma de masa de aire sahariano que anula cualquier resquicio físico y mental, sin modo de frenarlo. La alerta roja dispara las alarmas que avisan sobre los riesgos de estas insoportables olas de combustión ambiental. Esto es el infierno, donde el sudor y la desesperación del bufido por lo insoportable del ambiente se derrite ante el tormento al que somete el implacable termómetro.
Sin embargo, hay fórmulas para paliar este suplicio medioambiental. Un pequeño resquicio de esperanza para escapar de esta averno sin límites. Se trata de una estúpida y sencilla sensación de fruición en busca de algo de brisa sedante que no es otra que la que provoca esa incursión en un centro comercial cuando sus puertas automáticas se abren. Ese instante frugal de felicidad, de cambio de la insoportable canícula al frescor en forma de divino golpe hacia un mundo paradisiaco ajeno al verano. En ese momento en que se franquea el umbral y se nota el radical cambio de temperatura que provoca el paso del sofoco al intenso frío procedente del aire acondicionado. Ah… qué efímera felicidad transmite ése golpe de aire divino, qué deleite más pusilánime, qué pequeños momentos de la vida.
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Llevo días yendo y viniendo a distintos centros comerciales, a grandes espacios neurálgicos destinados al desatar capitalista, a varios supermercados sin el objetivo de comprar absolutamente nada, a tiendas de moda que jamás visitaría por ningún otro motivo. Entro y salgo varias veces para comprobar este zafral efecto adictivo, haciendo caso omiso a las advertencias sobre los catarros inoportunos por la brusquedad del cambio, sintiéndome como una cobaya en busca de su hedonista recompensa.
Ayer por la tarde, mientras estaba disfrutando como un crío, regocijándome de modo impulsivo, saliendo y entrando en uno de estos negocios globalizados, abanicándome al son del sonido de las puertas automáticas, me di cuenta de la amenazante presencia de un guarda de seguridad que lanzó su animadversión en forma de mirada reprendedora hacia mí. Inmediatamente, disimulé con torpeza, fingiendo haber olvidado algo, rebuscando en mis bolsillos, sacando el móvil para hacer que hablaba con alguien y salí del recinto con gesto adusto y amenazador, por si alguien había advertido mi infantil juego.
Hoy pretendo volver y desafiar a los elementos. Cualquier cosa por no soportar este terrible calor que llena espacios informativos, incendia zonas forestales, amenaza la salud de parte de la población, es el centro de conversaciones vacías de ascensor y que cada año licúa cerebros y deshace suelas de zapato en el ardiente asfalto.